En este gusto de saborear las ideas, los pensamientos y el diálogo que me acompañan a voces y silencios en mi ser completo, hoy me degusto de reflexionar sobre el deseo de amar lo que aprendo, lo que aprendí, lo que aprenderé.
Me alimento de la philia, del sapere, del sophon; y así letra a letra en mi mente, esta reflexión se torna palabra y verbo, movimiento y quietud para darme pauta a una estructura intelectual y emocional que se va construyendo al irse redactando:
El deseo como una pulsión de vida
y de muerte, es esa eterna paradoja de no ser queriendo ser y ser queriendo no
serlo. Tratando de esquivar la fuerza poderosa de existir, bajo la necesidad de
obtener aquel anhelo que nos empuja a la utopía de celebrar lo que no se
termina de obtener nunca.
El deseo es desear, y aunque
suene burdo es la magia de este absurdo lo que nos atrapa en lo azaroso, como
una danza de zarabanda que es suave y con su gentileza de ritmo y cadencia, se
envuelve en un torrente de pasos agitados que circundan toda la melodía de
principio a final.
El deseo es enloquecer los
sentidos, es una locura oniroide; es esa sensualidad que estremece lo que está
en cuerpo, lo que se graba en la mente; es un juego de ausencias, de
presencias, es como correr queriendo no alcanzar y atrapar para luego enseguida
querer soltar. Un ciclo evolutivo, puedo decirlo, porque me crezco en el afán
de encenderme como si el sol fuese de noche y en vez de calor me pudiese
refrescar las ideas, los sentimientos, las cuitas, las alegrías en esas eternas
dicotomías que son tan precisas y necesarias en cada uno de los días.
Tal como lo es, el deseo en la Pedagogía, en la Psicología y demás ciencias que se mezclan en la Educación, ¿Acaso pensar no es juego de encuentros y desencuentros? Donde las
voces se acompañan de silencios, y es el otro el mejor lugar donde me puedo
hallar a mí misma, en entonces qué digo, y me convenzo, que el ejercicio de reflexionar es heteróclito y diverso, no hay dos pensamientos iguales ni siquiera
los míos. Porque una vez que salen de mí, aun estando en mí, ya han resonado y
es ese eco cromático lo que abraza y comprende todo, mientras lo va desuniendo.
La reflexión cuando es profunda, cuando su raíz se nutre al saborear el saber es omnímoda, porque
tiene el carácter del deseo que le da esa ignorancia erudita, que atrapa las
conversaciones con hilos de palabras, que existen porque antes no existían, que
en su soledad están plenas de compañía. Y nos permite sublimar el placer que
combatimos mientras deseamos rendirnos, para que nos rescate mientras nos
seduce, nos controla y nos enamora, hay un idilio apasionado, un apego
masturbatorio que de tanto gozo nos hace huir para volver a ser nosotros sin
ese otro.
El deseo de saber es aquel
amante furtivo y constante, que hace visible mi vulnerabilidad de ser sólo un
ser sentipensante, que quiere llegar a la intimidad sin perder la extimidad. Si
lo pienso mejor, el deseo de ser epistemofílica, es en sí el anhelo de querer ser,
así sin más ser libre en el cielo de la eternidad de las ideas, porque cada
pensamiento me hace volver a mi origen, puedo verme cuando me miro, y puedo
escucharme cuando me oigo, porque me hace valiente y leal, porque el deseo de aprender es sentir miedo de ir pero no saber si volverás sin cambiar, sin
haber sido trastocado por la experiencia subjetiva de amar pensar.